Primer capítulo de: No te enamores de mí.

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Releyó el informe en su ordenador y le dio al botón «Guardar». Acababa de terminar la parte
más tediosa de su trabajo: escribir todo el proceso de la autopsia. Lo que más le gustaba era
averiguar el motivo de la defunción, estar atenta a cualquier extrañeza que pudiera presentar
el fallecido. Aquel caso había resultado bastante sencillo: ese hombre de raza blanca, de unos
cuarenta años, había muerto a causa de dos disparos que le habían perforado el corazón. Había
extraído del cuerpo las balas y ahora estaban en el departamento de balística para su análisis.
Esperaba que no surgiera ningún problema; aquella misma semana se enteró, gracias a un
compañero que le informó de lo sucedido, de que habían hallado una prueba contaminada y
por ello tuvieron que volver a la escena de un crimen. Estaba sentada delante de la mesa de su
pequeño despacho. La iluminaba el pequeño flexo de acero que descansaba encima de la
blanca superficie. Por el ventanal que tenía a la derecha, entraba la fría oscuridad de la ciudad.
Al día siguiente tenía que regresar a su casa. Llevaba casi un año sin ver a su familia. La Navidad
estaba próxima y pudo coger las vacaciones para esas fechas tan señaladas, aunque para ella
ya no fueran tan felices como antaño.
—Doctora Arroyo, creía que no había nadie en las instalaciones —dijo el vigilante de
seguridad tras abrir la puerta; era un hombre de unos cincuenta años, alto, fuerte y de pelo
claro.
—Buenas noches, Steve. Quería acabar el informe y se me ha hecho tarde —comentó
Natalia mientras apagaba el ordenador y arreglaba los papeles de la mesa.
—Trabaja demasiado, doctora. Siempre es la última en irse a su casa.
—Es lo malo de mi trabajo, que no tengo una hora fija de salida. —Se levantó de la silla y,
acercándose a la puerta donde estaba Steve, se colocó el abrigo y la bufanda.
—Mañana se marcha a España, ¿verdad? —preguntó mientras caminaban por el oscuro
pasillo del recinto.
—Sí, vuelvo a mi casa. —Sonrió con brevedad.
—Disfrute mucho de estas vacaciones navideñas. Siempre se la ve muy sola por aquí.
—Gracias, Steve. Lo mismo digo, que disfrute mucho de estos días junto a su mujer y sus
hijos.
Natalia abrió la puerta que daba a la calle y salió por ella.
—¿Quiere que la acompañe a su coche? —propuso Steve.
—No hace falta. Pero se lo agradezco. Buenas noches y felices fiestas —dijo Natalia
encaminándose hacia su vehículo.
—Felices fiestas, doctora —se despidió mientras miraba cómo se alejaba y quedaba
difuminada por la penumbra.
Caminó con paso seguro hasta su pequeño automóvil; no se veía a nadie, a esas horas la
gente se encontraba en sus hogares. Vio una sombra que se movía en la oscuridad; estaba segura de que no era producto de su imaginación, tenía esa extraña sensación de ser observada. Cogió con fuerza la llave de su coche y aceleró el paso. No era una persona miedosa pero, a causa de su trabajo, había aprendido a ser cautelosa en aquella ciudad. Al llegar al coche, abrió rápidamente, entró y cerró por dentro. Puso el motor en marcha y encendió las luces. Antes de salir del parking, miró para descubrir a aquella persona que andaba por ahí. Sin embargo, no vio nada más que unos pocos vehículos aparcados y la negrura de la noche.
Natalia entró en el pequeño piso que había alquilado, se quitó el abrigo y se fue hacia la
cocina-salón. Los radiadores creaban una temperatura cálida y perfecta. Estos dos ambientes estaban en la misma habitación, únicamente los separaba una pequeña barra de mármol. La nevera estaba prácticamente vacía. Esa semana no había hecho la compra, pues no quería que se le estropeara la comida. Iba a estar quince días fuera. Cogió la poca leche que le quedaba, llenó un vaso y se la calentó en el microondas. Eligió unas galletas y se sentó enfrente de la barra, en un taburete alto. Le encantaba su pequeño apartamento, llevaba viviendo en él cinco años. Era muy reducido, tendría unos sesenta metros cuadrados, pero para ella sola eran más que suficientes. Contaba con dos dormitorios, el más grande era el que usaba ella, un pequeño cuarto de baño y la cocina-salón. Lo que más le gustaba de ese piso eran las vistas al Washington Square Arch, un precioso parque que se encontraba en Manhattan, muy cerca de su trabajo, a unos doce minutos en coche. Se levantó y se obligó a hacer el equipaje. Todos estos días atrás había ido posponiendo aquella tediosa tarea. Cuando hubo lavado el vaso, se fue a su habitación. Cogió de arriba del armario la maleta negra y la colocó encima de su cama. La estancia estaba pintada de color amarillo y los pocos muebles eran de roble viejo. La cama la vestía un mullido y cálido edredón de color azul eléctrico.
Estaba deseando irse a dormir, parecía que la almohada la llamaba a gritos para que se
acostara, pero antes de descansar debía acabar. Había tenido un día de locos en el trabajo, porque un compañero suyo se había puesto enfermo y se había encargado de todas las autopsias de la jornada. Cuando hubo terminado de colocar la ropa, se puso el pijama y se acostó. Eran las cuatro de la madrugada y debía levantarse a las siete, pues su vuelo salía bien temprano.
Después de ocho interminables horas en avión, Natalia aterrizó en el aeropuerto de
Madrid. Eran las diez de la noche. Se sentía mareada por la duración del vuelo y la diferencia horaria. Le dolía todo el cuerpo de haber permanecido sentada tanto rato; había podido dormir durante el trayecto, pero aun así le pareció un viaje eterno. Como era de esperar, no había nadie esperándola a la salida y tuvo que coger un taxi, que la llevó a la que había sido su casa en Toledo.
El vehículo paró delante de un adosado color vainilla ubicado en el barrio de Buenavista.
Natalia cogió su equipaje, pagó una buena suma de dinero al taxista y se encaminó hasta la entrada. Sacó sus llaves y abrió la puerta. Estaba todo oscuro. Encendió las luces y se encontró con la fantástica sorpresa de que no había nadie. Estaba convencida de haberles dicho a qué hora llegaba. Subió por las escaleras y llegó a su dormitorio.
Mientras guardaba la ropa en su armario, pensó en dónde se habrían metido su madre y
su hermana. Temía volver a casa por estas situaciones. Siempre discutía con ellas, a veces se sentía como si no conectara con ellas, como si la única adulta fuera ella. Eran lo opuesto a Natalia…
Su padre murió cuando ella tenía siete años; aquel día lo recordaba como si hubiese sido
ayer. Era un jueves por la tarde del mes de mayo, hacía un fantástico día primaveral, el sol calentaba su piel y le secaba el pelo todavía húmedo. La gente caminaba animadamente por la calle gracias al buen tiempo que invitaba a disfrutar del paseo. Natalia lo estaba esperando a la salida de natación, como todos los martes y jueves, pero aquel día no llegó… Estuvo mucho tiempo aguardando ver el coche familiar, con su padre en el interior, con aquella sonrisa que le invitaba a entrar. Pero aquello no ocurrió. Apareció su madre en un taxi, quien fue a por ella; le explicó, entre lágrimas incontrolables, lo que había sucedido. Su padre se había precipitado con
el coche por el puente de San Martín, había perdido el control del automóvil, no sabían si por un descuido o por algún animal salvaje que pasara por ahí. Fue un horror para ellas. Su hermana Jessica era todavía un bebé, sólo tenía un año. Su madre, encerrada en su habitación, no cesaba de llorar todo el día. Y Natalia tuvo que hacerse la fuerte por las tres. Ayudó a su madre a sobreponerse de esa tragedia y, gracias al apoyo de su abuela, que se fue a vivir una temporada con ellas, cuidó a su hermanita. Cuando tuvo la edad suficiente, se puso a trabajar: quería ayudar económicamente a su madre, pues la pensión de viudedad no daba para mucho. Trabajó de camarera, de cajera, de dependienta en una tienda de ropa… De cualquier cosa que le salía. Además, estudiaba; se pagó los estudios y, con mucho esfuerzo, pudo compaginar
ambas cosas. Un día, aquel esfuerzo le fue recompensado: le salió un fantástico trabajo en Nueva York, que le permitía enviar a su madre grandes sumas de dinero.
Después de ducharse, Natalia se puso el pijama y bajó al salón. Se sentó en el sofá de
tres plazas de color granate que estaba enfrente de la televisión de plasma de cuarenta
pulgadas. Eran las doce de la noche, había llamado varias veces a su madre al teléfono móvil pero ésta no se lo había cogido. Mientras hacía zapping, oyó cómo se abría la puerta de la entrada. Entre risas, entraron al salón Jessica y María.
—¡Hija mía! —exclamó María al darse cuenta de la presencia de Natalia—. Con la
noticia, se me ha pasado por completo que volvías hoy.
María se fue a abrazar a Natalia, quien se había puesto de pie al verlas aparecer. Al
estrecharla entre sus brazos, se emocionó. Su madre era mucho más bajita que sus hijas,
morena y delgada. Rondaba los sesenta años, pero se conservaba muy bien.
—Mamá, te he llamado mil veces. ¿Dónde estabais? —preguntó Natalia mirando de
reojo a su hermana.
—Ay, Nati. Que te lo cuente tu hermana. —Sonrió emocionada.
Jessica se acercó y le dio dos besos. No se parecían mucho. Jessica era como una
muñequita, rubia con el pelo rizado, delgada, con un rostro fino y angelical. Era un poco más bajita que su hermana mayor. Natalia era de complexión atlética, con el pelo castaño y liso. Sus facciones no eran tan suaves, sus pómulos y sus labios carnosos destacaban en su rostro.
Estaba acostumbrada a que las miradas de admiración se las llevara su hermana pequeña y, a decir verdad, no le importaba.
—No seas aguafiestas. ¡Estamos de celebración! —exclamó contenta Jessica—. ¡Estoy
prometida!
—¿Prometida? —se extrañó Natalia.
—Sí. ¡Alfredo me acaba de pedir que me case con él! —Comenzó a dar saltitos y
palmadas, loca de contenta.
—A ver, Jessica, ¿cómo es eso de que te casas? ¿Cuánto tiempo llevas con ese chico? ¡Si
no había oído hablar de él! —comentó visiblemente enfadada.
—El suficiente como para saber que es el amor de mi vida. ¿Qué te pasa? ¿Es que no
puedes alegrarte por mí? —preguntó molesta.
—No es eso. Lo que no quiero es que te equivoques con una decisión así. El matrimonio
no es un juego de niños.
—¿Tú qué sabrás? Quiero a Alfredo y él me quiere a mí. ¡Lo que pasa es que te jode que
yo haya encontrado el amor y tú no! —soltó sin pensar.
—¿Piensas eso? ¿Crees que estoy enfadada porque tú te vas a casar y yo no? —preguntó
sorprendida—. ¡Qué poco me conoces, hermanita…! Haz lo que te plazca. Te quieres casar: adelante. Eso sí, ¡luego no me vengas llorando!
—Chicas, no os enfadéis —intervino María para tranquilizar a sus queridas hijas—.
Jessica y Alfredo llevan juntos siete meses. Lo conozco desde entonces. Es una bellísima
persona y se nota que quiere mucho a tu hermana. Mañana lo verás con tus propios ojos —le contó a Natalia.
—¿Mañana? —La miró confusa.
—Sí. Tenemos comida para celebrar la unión y conocer a su familia —anunció María, y
sonrió.
—Esto es increíble —bufó molesta Natalia mientras abandonaba el salón.
Subió hasta su habitación y cerró la puerta. Estaba cansada, agotada. Lo que más le
repateaba era que su hermanita se casaba con un don nadie. Alguien que no sabía ni que
existía en todo ese tiempo. Estaba que echaba humo por las orejas. Además, su madre estaba feliz por la decisión. ¡Eran unas enamoradizas de la vida! Odiaba ser la única sensata de esa casa. Si no hubiera sido por ella, estarían en la calle, sin un euro, pero, eso sí, con la cabeza llena de pajaritos, florecitas, mariposas, corazoncitos y nubes de algodón. Resopló y se tumbó en la cama. No pensaban en las consecuencias de sus actos. Querían algo, a por ello que iban.
Sólo pensaban en el presente, ¿y el futuro? ¿Quién les aseguraba un buen porvenir? ¿Una estabilidad económica? Estaban tranquilas porque de eso se ocupaba Natalia. Sabía que toda la culpa la tenía ella. Por ser como era. Si hubiera sido de otra manera, a saber dónde estarían ahora, aunque se lo podía imaginar.
Se oyó cómo golpeaban la puerta con los nudillos; sin esperar respuesta, ésta se abrió y
apareció Jessica. Natalia estaba ya acostada en su cama, tapada con su nórdico rojo. Su
hermana se acercó a ella y se tumbó, metiéndose dentro a su lado.
—¿Por qué no me hablaste de Alfredo? —recriminó en voz baja Natalia.
—Tenía miedo de que me dijeras que me olvidara de él… —susurró mirándole a los ojos.
—¿Miedo? ¿Tan mala crees que soy?
—Natalia, eres muy tú. —Sonrió—. Eres muy estricta y cabezota. Tememos hacer algo
que no apruebes. Eres, a veces, muy dura con nosotras…
—Sólo quiero lo mejor para vosotras… —musitó.
—Lo sabemos. Pero debes relajarte un poco y disfrutar de la vida. Desde que murió papá
no has parado de preocuparte. Muchas veces lo hemos hablado mamá y yo. Únicamente
trabajas y nos cuidas. Pero no te preocupas por ti, no te diviertes, no sales con nadie…
—Yo estoy bien, Jessica. Soy feliz con mi vida. Me encanta estar en Nueva York; aunque
al principio me daba temor dejaros solas, sé que hice bien en irme… No me hace falta ni nada ni nadie más en mi vida. No quiero complicaciones.
—Eso es porque no ha llegado el hombre de tu vida —murmuró con una sonrisa.
—Madre mía, ves demasiadas películas románticas —susurró Natalia sonriendo más
relajada.
—Estoy locamente enamorada de Alfredo. Y sé que seré feliz con él. Cuando estoy a su
lado, me siento plena y dichosa.
—Estoy deseando conocer al hombre que ha cegado a mi hermana.
—Por favor, sé buena y simpática con él.
—Tranquila, lo seré —prometió con una sonrisa.
—Háblame de papá —siseó Jessica; le encantaba escuchar cómo hablaba su hermana de
su difunto padre. Ella no se acordaba de él.
—Era el mejor padre que podíamos tener. Cuando acababa de trabajar, tenía tiempo
para jugar conmigo y, antes de acostarme, me leía un cuento, todas las noches, sin
excepciones. Era un hombre alto, rubio y con el pelo rizado. En eso te pareces a él. Era tozudo, serio con sus negocios pero divertido con nosotras. Le encantaba tenerte en brazos. Te miraba a la cara y te susurraba palabras bonitas. Quería mucho a mamá, todos los días se lo demostraba. No paraban de besarse y de abrazarse. Nos quería mucho, muchísimo… —contó emocionada al rememorarlo.
—Fue duro, ¿verdad? —musitó Jessica.
—Sí. Mamá no cesaba de llorar y de preguntarse por qué le había pasado aquello. Le
costó mucho recuperarse. La abuela tuvo que venir a vivir unos meses con nosotras, pues no salía de su habitación…
—Pobrecilla… Sé que aún lo echa de menos. A veces le pregunto cosas de él, y se le nota
la tristeza en los ojos.
Natalia se estremeció al recordarlo. Ella era pequeña, pero se acordaba de todo. La
angustia vivida, las palabras de su abuela mencionándole que debía ser fuerte por las tres. Poco a poco, su madre salió de aquel agujero y comenzó a dejar de llorar. Aunque sabía que el dolor y la desdicha siempre habían habitado en su interior.
Recordando el pasado, las dos hermanas se quedaron dormidas una junto a la otra.
Como antaño, cuando una pequeña Jessica iba corriendo a la habitación de su hermana mayor porque acababa de tener una pesadilla. Ésta, siempre, la recibía con un afectuoso abrazo.
Natalia se despertó sobresaltada, acababa de oír un ruido que provenía del piso de
abajo. Miró a su lado derecho y Jessica continuaba durmiendo plácidamente. Se levantó con cuidado para no despertarla y bajó descalza los peldaños de la escalera. Estaba totalmente a oscuras, para alumbrar el camino únicamente utilizaba la luz que emitía su teléfono móvil. Se quedó paralizada al comprobar que la puerta principal de su casa estaba abierta de par en par y que en el salón había alguien rebuscando por los cajones. Sin dudarlo ni un segundo, bajó los
escalones con rapidez para sorprender al ladrón. Aquella persona oyó los pasos sigilosos que emitía Natalia y, dejando lo que estaba haciendo, salió corriendo del salón y se escapó hacia el exterior. Ella echó a correr detrás de él por las calles vacías y oscuras de su barrio.
—Eh, tú. ¡No huyas! —gritó con todas sus fuerzas sin aflojar su carrera.
Maldijo para sí cuando vio aquella sombra oscura subirse a un coche, arrancar y
marcharse calle abajo, dejando a Natalia con mal sabor de boca. Estaba a punto de atraparlo…
Volvió a su casa y encontró en el salón a su madre y a su hermana, que la miraban con
preocupación.
—¡Mierda! —exclamó Natalia al verlas—. He estado a punto de pillarlo. —Se dio cuenta
de que tenía los pies congelados, había salido a la fría calle únicamente con los calcetines.
—¿Qué hacías persiguiéndolo? ¿Estás loca? Te podría haber hecho algo —recriminó
Jessica nerviosa.
—¿Estáis bien las dos? —preguntó Natalia mirando a su alrededor para saber lo que les
había robado.
—Sí, tranquila. No es la primera vez que nos entran en casa… —susurró María cabizbaja.
—¿Cómo? —preguntó Natalia atónita—. ¿Han entrado más veces en casa y no me lo
habéis dicho?
—No queríamos preocuparte… Ésta es la segunda vez que entran en una semana, pero,
por lo que veo, las cosas de valor siguen en su lugar… —explicó María. Natalia se fijó en que su madre tenía razón. En el salón continuaba la televisión de plasma, el portátil, la tableta y varias cosas valiosas más. Sólo se veían papeles tirados por el suelo, extraídos de los cajones del mueble.
—¿Lo habéis denunciado?
—Sí. Pero, al no haber robo, poca cosa pueden hacer…
—Esto es muy raro.
—Pues sí… —musitó María recogiendo los papeles y volviendo a meterlos en los
cajones.
—No te preocupes, Natalia, mañana iremos a la policía a denunciarlo… —murmuró
Jessica intentando calmar a su hermana.
—¡Es increíble! Os entran en casa y estáis tan tranquilas. Mañana pondremos una
alarma y cambiaremos el cerrojo de la puerta… —afirmó Natalia nerviosa.
—Bueno, chicas, a dormir. Mañana nos espera un día muy completo —comentó María
tras asegurarse de que la puerta estaba bien cerrada y cogiendo a sus hijas por el brazo
mientras avanzaban hacia las escaleras.
Volvieron a subir a sus respectivas habitaciones, pero Natalia no pudo conciliar el sueño.
No dejaba de pensar en aquel extraño suceso… ¿Qué andaban buscando en su casa? Si no tenían ni dinero ni joyas. Era todo muy raro.

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Publicado por loleslopez

Escritora de novela romántica contemporánea, comedia romántica y romántica con intriga.

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